Micaela y sus hermanas
Micaela y sus hermanas
De chica odiaba los insectos, crecimos para colmo cerca de una zona rural, plagada de ellos.
A la tardecita, poco antes de la cena, después de lavarnos las manos, con mis hermanas:
Agustina y Ágata, una a una, nos sentábamos en la cocina, a esperar las variadas recetas
materna. A veces nos sorprendía con un plato exquisito o algunos de nuestros platos preferidos.
Luego de la cena, nos reuníamos en el dormitorio de nuestra madre para escuchar
distintas historias, nunca supimos si eran veraces, pero quedábamos fascinadas. Al terminar los relatos, nos pedía que nos acostáramos. Lo cual era seguido a pie juntillas.
Ya en el dormitorio, nos daba las buenas noches, nos arropaba, y eso sellaba la finalización del día con un beso en la frente, a cada una de las tres. Esta ceremonia, se llevó a cabo durante toda nuestra infancia.
Al cerrar la puerta, detrás de sí, a veces nos reíamos de tan sólo mirarnos, alguna de nosotras estaba absorta con la boca abierta. Y eso nos provocaba risitas, hasta que sin poder parar estallábamos en carcajadas, muchas veces por pavadas. Entonces se
escuchaba la voz de mamá, para que nos pusiéramos a dormir. Después reinaba el silencio. Al menos por un rato. Luego charlábamos tanto, hasta que alguna se dejaba vencer por el sueño.
Otras veces, ya en pijamas, también por las noches nos juntabamos todas en una cama,
armábamos una carpa con frazadas, buscábamos una linterna y mandarinas y pasábamos
largo rato susurrando historias, hasta quedar rendidas.
Sólo era alterada, si alguna estaba enferma o porque a veces una de nosotras se quedaba
en casa de la tía Clara, en la misma también vivía nuestra querida abuela.
Una dulce viejecita. Que nos colmaba de atenciones. Hace rato que era viuda. No
obstante, estaba casi siempre de buen humor.
Por lo general la casa no tenía demasiados muebles.
La casa estaba rodeada por un cerco. Gabriel, un joven jardinero del lugar, día por medio,
trabajaba en la casa. Quien se esmeraba en mantenerlo muy prolijo.
Nosotras a veces para gastarle una broma juntabámos casi todas las hojas que habían
caído en la mañana anterior y se las desparramábamos, junto con las que cayeron durante
el día de hoy, obvio antes que llegara. Con lo cual la diferencia era para ser notada. (Un
dia muy pocas hojas y al otro muchas, lo aclaro por las dudas que alguno de uds. no estén
con todas las luces…
Entonces nos escondíamos detrás de las cortinas del primer piso, para ver su reacción,
Quien sabe lo que habrá pensado. Pero se quedó un rato mirando el terreno y los árboles,
como dudando lo que sus ojos veían, un parque lleno de hojas, por doquier. Mientras
nosotras nos reíamos a carcajadas. Seguro se lo diríamos más tarde… o nunca .
Como ya dije, no me llevaba bien con los insectos. Mis hermanas entonces, a costa de
esto me libraban algunas bromas. Me ponían bichos dentro de la cama tendida… Se
imaginan… me daban ganas de arrugarles el intelecto. Léase ’’matarlas’’.
Esperando que al descubrirlo, cosa que más tarde o más temprano ocurría, porque alguna
vez debería acostarme, pegaba un grito, - Si se habrán reído…
Lo que disparaba en mí, gastarles una broma, un poco más cargada.
Recuerdo una madrugada cuando llegaron las dos un poco mareadas, se dejaban caer
sobre las camas vestidas. Entonces se me ocurrió atarle las zapatillas a una y llenarle los
bolsillos de engrudo a la otra. Con lo cual saciaba mi integridad. Y era entonces, todo
volver a empezar.
A pocos kilómetros de allí, en San Vicente(Prov. de Bs. As.), vivía nuestra tía Sara, su
esposo Juan y con ellos los primos Carlos y Blanca.
Ellos sí estaban en la zona rural, en una pequeña granja.
A la mañana temprano mi tía nos servía un café suave, con leche recién ordeñada,
mermelada, pan y manteca casera.
Otras veces a primera hora de la tarde Sara nos sorprendía con pequeños vasos de
aluminio, con flan casero.
Mientras Agustina que se quedaba en el jardín leyendo o tomando sol, a Ágata y a mí,
nos gustaba, de vez en cuando ayudarlos con las tareas del campo porque sus animales
además de ser lindos eran mansos. Durante las mañanas los llevábamos a pastar y por la
tarde los regresábamos al corral, en particular esta tarea nos gustaba mucho,
el boyero de la casa, nos conocía demasiado y por eso nos tenía siempre a Isis y Nut
ensilladas para tal fín, estas dos yeguas, eran caballos criollos colorados, muy hermosas,
que mi tío había comprado para nosotras y nos dejó ponerles el nombre.
Yo sentía devoción por los caballos, supongo que se lo debo a mi padre, no había fin de
semana libre que no fuéramos al campo.
Tío Juan acostumbraba en algunas ocasiones, por las tardes, a reunir a toda la familia,
sacaba la guitarra y entonces entre fogones y brasas, zambas y chacareras, cantabamos
todos juntos, mientras se hacía el asado, también hacíamos filas para recibir cada una los
sanguchitos de chorizo, infaltables, glup. Haciendo malabares para no quemarnos los
dedos, si esto ocurría debiamos escuchar las risas de las otras dos.
Esa época que aún extrañamos siempre estará viva.
Muchos años han pasado, y ahora cada una de nosotras tiene una vida ya encaminada,
lejos del campo, y si bien los visitamos, rara vez coincidimos todas juntas.
Pero siempre evocamos esos momentos de nuestra entrañable infancia con mucha
ternura.
♣
Libro: Penumbras en la oscuridad - editado por Tahiel Abril 2016
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