Mis días en el Muñíz

Viento azul 2014



Mis días en el Muñíz

Algo me recuerda a un niño de corta edad, asomado a un ventanal del hospital Muñíz de Agudos, en Parque de los Patricios, con solo siete años de edad. Era un hospital con grandes ventanas y paredes blancas.

Rosario (mi mamá) había salido de compras. Me encontraba jugando con mis soldados de plomo en un patio enorme de la casa, pero algo no estaba bien conmigo. Entonces, guardé todo y me acosté en la cama de mis padres. La fiebre ya estaba casi instalada. Al llegar mi mamá, empezaron las interminables consultas médicas. Pasé de una bronquitis aguda a meningitis y entonces fui internado con urgencia.

Por esos años (1956), varias enfermedades habían llegado a Buenos Aires: parálisis infantil, tos convulsa y meningitis, todas ellas de cuidado. Mis recuerdos de esa época son difusos, apenas postales de una memoria lejana.

Asomado a la ventana, algunas veces veía anillos circulares en movimiento, como un paisaje, y soñaba con treparlos. Era una forma agradable de mis visiones. La enfermedad estaba instalada en mí.

Un día, mientras estaba despierto y lúcido, trajeron a un anciano con una pierna agusanada y lo pusieron a dos camas de donde yo estaba. Mi papá armó un escándalo bárbaro, se enojó tanto que al final lo terminaron cambiando de sala.

Había muy pocas visitas. Yo estaba ansioso de que llegara mamá o papá. A mis hermanos no los dejaban entrar. Otras veces, venía a mí la imagen de un biombo blanco. Eso me impresionaba bastante. Lo colocaban cuando las cosas no andaban bien con mi salud.

Una vez trajeron a un niño con tos convulsa. Rosario creía que la mamá del niño nos sacaba compota porque faltaba contenido del frasco. Cosas de la pobreza.

Estando en cama, alguna de mis tías me traía un globo con buenas intenciones, pero me daba la impresión de que esto a mamá no le agradaba demasiado. Y más tarde comprendí por qué. Los globos son difíciles de controlar, y si yo no terminaba en el piso, era de casualidad. Además, mi condición era inestable. También podrían haberlo atado a la cama y problema resuelto.

En otros momentos, ya mejor, me encontraba caminando entre dos hileras de sillas, aprendiendo a caminar nuevamente. Del otro lado, a veces me esperaba un doctor y otras, Rosario, mi vieja.

Faltando poco para recibir el alta, mi curiosidad me llevaba a recorrer otros pisos vacíos y patios enormes, sin temor alguno.

Cada tanto, en el recuerdo, hoy siendo abuelo, me veo asomado al ventanal, viendo los anillos concéntricos aún en movimiento. 

Cuánto le debo a la vida...

Autor: Miguel Ángel Acuña Márquez. - Viento azul ©



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